Miguel Torija Martin,  “El bolso de Agueda”.

Ganador del 1º premio  Modalidad 2 (situación vivida por otra persona) 

II Premio de Relatos cortos de humor “ella y el abanico” en torno a la meno/andropausia.

Levantó la vista hacia el horizonte y en ese mismo instante la urna, con disimulo, se hundió. Había
flotado durante más de un minuto sin ningún síntoma de que pretendía sumergirse pero de repente,
sonó un sorbido, como una bota al despegarse del barro y el mar se la tragó. Hugo ocultaba también
su último acto a Águeda. Las cenizas de su marido se hundían y ella era ajena, del mismo modo que
había sido ajena al hundimiento de su matrimonio.
– ¿Damos ya la vuelta señora?
– Sí, claro -dijo la mujer con el regusto amargo del Antalgín que acaba de tomarse para
mitigar el dolor de cabeza con el que se había levantado. Dentro de un rato, cuando tuviera delante a
Gladis, iba a necesitar tener la migraña controlada.
Podría haber vuelto a mirar hacia el lugar donde había dejado caer indolentemente la urna y
todavía hubiese alcanzado a ver el culebreo de los últimos reflejos que emitía la superficie metálica
del recipiente. Pero no lo hizo, siguió observando a los peces voladores y contando saltos.
Veintitrés.
El barco comenzó a virar hasta lograr encarar la proa hacia la delgada línea gris en que la
distancia había convertido la bocana del puerto. Con un áspero estampido el motor se revolucionó y
el barco salió disparado retando con valentía a las interminables crestas que moldeaba un mar, que
para entonces, había dejado de estar en calma.
***
Águeda bajó del barco ignorando con elegancia la mano firme que el patrón le tendía desde
el muelle. Una vez en tierra, la mujer extrajo del bolso un plumier de madera, lo abrió, sacó un
billete verde y se lo pasó a la mano que, esta vez, a la firmeza unía agradecimiento.
– Espere, le daré el cambio.
– No se moleste, considérelo una gratificación por conseguir que no me marease con esta
mar tan… tan insolente.
– Pues muchas gracias señora.
Águeda respondió con una sonrisa y se alejó del muelle esquivando las redes y las cajas
vacías que ocupaban caóticamente la explanada de la lonja. El olor a pescado inundaba a cada paso
sus fosas nasales con la amenaza de acompañarla durante un buen rato.
En la parada, el autobús parecía haber estado esperándola desde que se bajó. El mismo
conductor, los mismos asientos de un verde desteñido, las mismas moscas revoloteando nerviosas y
la misma arenga cantarina de Justo Molinero dando paso, en Radio Tele Taxi, a una copla de
Manolo Escobar tras otra. Solo había cambiado el sol, que ahora calentaba más, el bolso, que ahora
pesaba menos y la cefalea que ahora comenzaba a disolverse. El conductor apenas levantó la vista
de sus crucigramas para pasar el “bonobús” por la rendija magnética.
– Perdón -dijo la mujer para llamar su atención.
– ¿Sí?
– ¿Dónde me bajo para ir al Flamingo?
– ¿Al Flamingo? Pues… ¿se refiere al antiguo Strada?
– Sí.
– Pero aquello sigue siendo un…
– Ya sé lo que es. Solo quiero saber en qué parada me tengo que bajar.
– La del polideportivo es la que más cerca queda, pero aún así hay un buen trecho. No se
preocupe, ya le aviso cuando nos acerquemos.
La mujer recogió el resguardo y se adentró hasta uno de los pocos asientos que quedaban
protegidos del insaciable sol del mediodía. Se sentó, se puso el bolso sobre el regazo y lo abrió para
sacar una caja nacarada poblada por un espejo, un pincel, una barra de lápiz de labios y media
docena de pequeños cuencos multicolores excavados en el fondo. Se pintó los labios con impericia
hasta conseguir que todas y cada una de las numerosas hendiduras que surcaban la parte superior
del labio se inundaran de carmín. Después llegó el turno del pincel. Dos rápidos brochazos y los
párpados quedaron convertidos en un mar turquesa que solo se hacía visible cuando Águeda cerraba
los ojos. Por suerte Águeda había decidido tener, en adelante, los ojos bien abiertos.
El autobús seguía parado esperando la hora prevista. La mujer intentó, sin éxito, que el
alicaído tráfico entretuviera la espera, hasta que un movimiento cauteloso en la parte inferior del
ventanal reclamó su atención. Parecía una mosca. Imposible estar segura con aquella vista cansada.
Guardó la caja de maquillaje en el bolso y sacó una funda negra con incrustaciones de latón.
Despegó el cierre de belcro y aparecieron unas gafas bifocales. Se las puso lentamente pero no pudo
evitar que la grieta que surcaba una de las patillas de pasta se abriera peligrosamente. Una hormiga,
la mosca era una hormiga, descomunal, pero una hormiga. Recorría el cristal sin rumbo aparente,
realizando paradas y cambios de dirección incoherentes. La mujer acercó el dedo índice y con la
yema la aplastó. Un goterón de sangre se repartió salomónicamente entre el cristal y el dedo hasta
que éste comenzó a moverse. Subió, bajó, volvió a subir y volvió a bajar. La sangre se había
dispersado por el cristal dibujando una forma conocida, reconocible al menos. No, no era una m
mayúscula, sus crestas no eran puntiagudas, tampoco era minúscula porque tenía los tramos
iniciales y finales incompletos. Parecerían dos montañas unidas en un profundo valle, de no ser
porque las laderas periféricas acababan antes de tiempo. Entonces, estaba claro, no era ni m, ni
montañas. Era un pájaro. La representación de un ave comenzando a extender sus alas para, de una
potente batida, comenzar a volar lejos, muy lejos.
Águeda contempló su dibujo y de repente el pájaro comenzó a agitar frenéticamente sus
alas. Pretendía alzar el vuelo pero una fuerza invisible lo mantenía anclado al cristal. Águeda acercó
los nudillos y dio unos golpecitos en el cristal para liberarlo. El pájaro, sin dejar de agitar las alas,
comenzó a desplazarse en línea recta por encima de los coches aparcados. El autobús por fin se
había puesto en marcha.
***
-Está durmiendo, ¿quién la busca?
El olor a ambientador barato seguía llegando desde detrás de la mujer como eficaz prólogo
de lo que esperaba al franquear aquella puerta. Esa sensación ayudó a Águeda a sobreponerse a lo
inesperado de la respuesta.
-Vengo de parte de Hugo -contestó por fin.
-¿Hugo el estanquero?
-Sí.
-Espere aquí, voy a despertarla -la mujer se dio la vuelta pero se detuvo al volver a escuchar
a Águeda. “No es necesario” había dicho mientras del bolso sacaba un frasco de píldoras.
-No es necesario -repitió cuando volvieron a quedar cara a cara- Solo dígame una cosa,
¿Gladis es rubia?
-Sí, ¿la conoce?
-No pero los y las pacientes con migraña prefieren a sus neurólogos o neurólogas rubios o
rubias.
-Creo que se equivoca, Gladis no es neuróloga.
-Si claro, tiene usted razón, pero a sus pacientes también les prescribía medicación -dijo
dirigiendo la mirada hacia el bote trasparente lleno de pastillas azules- Hágame un favor, dígale a
Gladis que Hugo no volverá por aquí y entréguele esto, Hugo ya no las va a necesitar.
Águeda no esperó respuesta, comenzó a andar. Caminaba mirando al frente pero eso no le
impidió meter la mano en el bolso, que colgaba de su hombro derecho, y encontrar el pastillero con
el último Antalgín y un pañuelo de una tela que por su brillo podría ser seda. Se tomo la pastilla
dando un golpe seco con la palma en la boca y se llevó a la cara el pañuelo para emborronarlo con
el rojo de sus labios y el azul de sus párpados para conseguir un color que debería haber sido violeta
claro, pero era marrón oscuro.

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