La gran mayoría de la gente se cree comparativamente más gorda, más baja o más enclenque de lo que es. El otro día pasó por Madrid la viguesa Chus Lago. Chus es una alpinista y exploradora de élite; fue la tercera mujer del mundo (y la primera española) en subir al Everest sin oxígeno en 1999. Luego, en diciembre de 2008 y enero de 2009, se pasó dos meses cruzando la Antártida ella sola, arrastrando con sus propias fuerzas un trineo de 130 kilos y sometiéndose a temperaturas menores de 50 grados bajo cero. El pasado 24 de enero, el explorador británico Henry Worsley falleció intentando hacer esta misma proeza. Chus la completó y sobrevivió, aunque se vio obligada a repostar en el camino (es decir, un avión tuvo que lanzarle provisiones). En mayo Chus publicará un precioso libro en el que narra esta aventura austral: Sobre huellas de gigantes (Aguilar). Os lo recomiendo vivamente, porque además es una escritora formidable .Hace falta ser alguien muy templado para lanzarse a la inmensa, inconcebible soledad helada de la Antártida.

Cuando estuvo aquí hace un par de semanas volvía de liderar una expedición de cuatro mujeres por los lagos helados de Laponia para concienciar sobre el cambio climático; y con esas mismas mujeres piensa atravesar Groenlandia el año que viene, una expedición mucho más dura para la que está buscando patrocinios. En fin, con todo esto sólo quiero señalar el coraje extraordinario de Chus Lago. Su entereza, su fuerza física y sobre todo su fuerza interior. Hace falta ser alguien muy templado para lanzarse a la inmensa, inconcebible soledad helada de la Antártida, sin posibilidad de contacto humano, y arrostrar eso durante dos meses sin enloquecer. Sí, sin duda estos deportistas extremos son sobre todo exploradores de sí mismos. Guerreros que pelean contra su propia sombra.

Llegó a Madrid de paso, pues, repito por tercera vez; quería comprarse algo de ropa y, como somos amigas, hicimos eso tan típico de chicas que es ir juntas de tiendas. Ella, eso sí, vestía con toda la parafernalia de Laponia porque no tenía otra cosa que ponerse: botazas de hielo, prendas térmicas. Era Amundsen curioseando por las boutiques, aunque, cuando no usa ropa de deporte, Chus es mucho más femenina que yo y lleva zapatos de tacón y uñas lacadas. En una tienda, en fin, nos pusimos las dos a probarnos las mismas prendas. Las mismas faldas, las mismas camisetas. Nos mirábamos en el enorme espejo que cubría toda una pared y yo cavilaba, resignada, en lo mucho mejor que le quedaba todo a ella. Tiene 15 años menos que yo y un cuerpo flexible, atlético, precioso, sin un solo átomo de grasa. Después de escrutarnos por delante y por detrás meticulosamente, de subirnos y bajarnos la cinturilla, de tironearnos del jersey y hacer todos esos tontos movimientos que uno hace cuando se está probando algo, Chus hundió los hombros, torció el gesto y dijo con genuino desaliento: “¡Jo, no sé, a mí es que me parece que te queda todo mucho mejor a ti!”.

De lo que estamos hablando, en realidad, es de poder reconocernos a nosotros mismos; de la inseguridad y el aprecio que nos tenemos

Sus palabras me dejaron atónita. No le comenté nada en su ­momento: cuando lea esto va a pasmarse. En aquel instante pensé en lo increíblemente errónea que era la percepción que tenía de sí misma, y en la facilidad con la que caemos todos en esa trampa. Sí, estoy segura de que yo también me veo peor de lo que estoy; pero en el caso de Chus la desviación de juicio es clamorosa. Esta mujer que se ha medido a sí misma hasta la extenuación, hasta la frontera de la muerte y de la locura; esta guerrera capaz de soportar todos los retos, soportaba sin embargo mal el abismo imaginario del espejo, la confrontación con el yo ideal inexistente.

Hay numerosos estudios sobre esa alteración de nuestra mirada. Recuerdo uno de hace bastantes años en el que los sujetos, hombres y mujeres, tenían que valorar varios aspectos de su propio físico tales como peso, musculación o altura, y luego los mismos aspectos en otras personas desconocidas a las que veían a cierta distancia. La gran mayoría se creía comparativamente más gorda, más baja y más enclenque y en muchos casos esa apreciación era claramente errónea. Parece que las mujeres puntuamos peor en la vertiginosa prueba del espejo; por ejemplo, según una investigación del año pasado de la psicóloga Lorea Kortabarria, los chicos tienen una percepción más real de su peso que las chicas. Pero la propia Kortabarria aseguraba que esa diferencia se está reduciendo cada vez más y, por otra parte, el problema es que no se trata solo del peso, de las carnes, de cómo nos sienta o no nos sienta una falda. De lo que estamos hablando, en realidad, es de poder reconocernos a nosotros mismos; de la inseguridad y el aprecio que nos tenemos; de la capacidad de aceptar la frustración por no poder alcanzar el ideal. Todo esto es la eterna pelea de la vida, nuestro viaje de exploración más importante, y se ve que es más difícil de lograr que atravesar a solas la aterradora Antártida. Madre mía, da miedo. 

Fuente: El pais semanal. Rosa Montero