Angela Nieto de Barcelona ganadora del:

 1º Premio Modalidad 2-Situación vivida por otra persona.

                                             La gota de agua o Atocha Revisitada

La gota de agua resbalaba mentón abajo, rodando lenta, introduciéndose en el canalillo de Júlia. No hacía calor en la estación. Ese calor emanaba desde dentro. Tras haber probado un montón de pastillas recomendadas por su ginecóloga que paliaban algo la situación, ella había aprendido a lidiar bien con sus sofocos y eran éstos ya una parte de su circunstancia. Su colección de abanicos era total. Un abanico para cada bolso y un bolso para cada abanico. Como los tres mosqueteros. (Ella, el bolso y el abanico). “A veces es mejor no luchar contra corriente y adaptarse a lo que venga. Hay que dejarse llevar y no intentar controlarlo todo. Tienes que darte un respiro, Júlia.” Como tantas veces le había dicho su psicoanalista. Sonrió al recordar esas palabras que tanto la habían ayudado.

Sentada en el bar conectó su portátil para abrir algunos documentos a los que debía dar una ojeada. Y ahí estaba, un texto antiguo, en una subcarpeta perdida… el título era: “Atocha revisitada”, recordaba vagamente que lo había escrito en esa misma estación. Miró la fecha: agosto de 2014. Ufff, pensó, cuanto había llovido desde entonces. Tenía tiempo. Sacó el abanico del bolso y empezó a leer.

Verde y agua pulverizada. Polvo de agua que no ha dejado de caer durante todos estos años. Pensamientos lentos y húmedos de 32 grados en una selva tropical con andenes y ecos de trenes de otros tiempos. Trenes de antaño que me llevaron y me trajeron con maletas, almohadas y más tarde mochilas imposibles. Mi niñez, adolescencia y juventud rememorada desde la atalaya en que me encuentro. Nunca antes me había observado desde la altura y el tiempo. Casi no me reconozco saliendo de andenes oscuros de noche o al amanecer sola o con seres queridos que ya no existen. Los hijos de los ferroviarios tenemos un apego melancólico a las estaciones. Los trenes, los encuentros y las despedidas. Ahora solo agua, vapor de agua y plantas gigantes. Todo un invernadero que echó raíces en las vías del tren. Tierra que sepultó los engranajes de tanto movimiento. Y estoy triste. De la tristeza del recuerdo. Esos recuerdos que nunca se separan de nosotros como las vías nunca se separan del tren. Estómago adentro una desazón del no poder lo imposible, lo pasado, lo que ya no tiene más ni menos, porque no ha sido y ya se fue. El querer que hubiese sido diferente y la no aceptación del no ser. El miedo visceral a enfrentar mi presente. La encrucijada del futuro. El miedo a la soledad y a cumplir años. Ese resquemor es igual a esta estación. Agua del pasado que llovió y no pudo ser. El gran reloj de Atocha a mis espaldas. El paso del tiempo detrás de mí con su tic-tac imperceptible.”

Se emocionó al leerlo de nuevo. Casi cuatro años habían transcurrido desde entonces. Cuantas cosas habían cambiado en su vida, pensó. Se fijó especialmente en una frase del texto: “el miedo visceral a enfrentar mi presente”, esa era la clave de toda esa tristeza, de toda esa melancolía. Que miedo nos da lo desconocido, el cambio, el enfrentarnos a nuestros miedos, a nuestro propio cuerpo. Aquel verano había sido decisivo. Aparentemente Julia era una mujer con la vida resuelta. Como si la vida estuviera resuelta alguna vez….Un buen trabajo, dos hijos universitarios dispuestos a soltar amarras y a vivir pronto su propia vida. Casada con un marido ocupado, triunfador y trabajador. Era una mujer completa y a su lado había encontrado la estabilidad… o por lo menos eso decían sus amigas.

  • Pero Júlia, ¿qué más quieres? ¡si tu marido es una joya! ¡Siempre fuera de casa y viajando por el mundo para traer dinerito a casa! ¡Lo tranquila que estás tú! ¡Y además siempre te hace regalos cuando vuelve! No sé qué más quieres, oye. ¡Ojalá mi Juan fuera así, que todavía tiene una marcha! ¡No hay quien lo aguante! ¡Pero si a nuestra edad y con la menopausia ya no tenemos ganas de nada, chica! ¡Estamos ya todas casi acartonadas!
  • Bueno, bueno, pero debe haber otras formas, qué se yo, me gustaría que fuera diferente, más cercano, más…..
  • Tonterías Júlia, estás llena de puñetas. Paco y tú formáis una pareja estupenda, si solo hay que ver lo que está por ti. ¡Los regalazos que te hace!

Las conversaciones acababan siempre más o menos igual. Y la palabra que correspondía a sus emociones más íntimas era resignación. Se preguntaba dónde estaba la frontera entre deseo y menopausia. ¿Qué pasaba con su cuerpo? ¿Ya se había acabado todo? ¿Los sofocos eran el final de su carrera como mujer? El hecho de que sus hormonas se alterasen ¿significaba que ya se había acabado el sexo para ella? Sí, era cierto que su cuerpo ya no era el mismo. Esos michelines intramitables cuando se sentaba y alguno ya que permanecía firme cuando no se sentaba. Esa curva in crescendo apropiándose de sus caderas. Esos pechos que ni un wonder bra era capaz de hacer resurgir. En fin, el tiempo había pasado su factura, eso era obvio. Pero lo mismo había hecho con su Paco, esa barriguilla cervecera, por no hablar de la calva que intentaba disimular frenéticamente pasándose los pelos de un lado a otro. Júlia nunca entendió ese frenético afán masculino en disfrazar la pérdida de pelo que tanto les afeaba la imagen, ¡caramba!

Pero lo cierto es que en el fondo ninguno de los dos estaba tan mal. Incluso Júlia había sentido alguna vez la mirada lasciva de algún hombre por la calle. (Bastante mayor que ella, eso sí)

Poco a poco las dudas se iban amontonando y buscaba respuestas para todas estas transformaciones. Consultó con su ginecóloga quien la reconoció, le dijo que estaba perfectamente y le recomendó (aparte de recetarle algunas cosillas para los sofocos y la sequedad vaginal), que lo mejor era que hablase del tema con su marido. La comunicación y el diálogo son fundamentales, le dijo.

Así, después de meditarlo detenidamente. Una tarde que estaba en casa, le propuso acompañarle en uno de sus viajes de trabajo aprovechando el fin de semana para pasarlo juntos. Así evitaban la monotonía del día a día, la rutina casera. Él accedió un poco sorprendido, aunque hacía algún tiempo que encontraba un poco rara a su mujer.

Júlia, en la distancia y con una media sonrisa, ahora recuerda aquel diálogo en el comedor de aquel restaurante situado frente al mar. Ella con su mejor vestido, insinuantemente escotado, la lencería fina asomando:

  • ¿Por qué no me cuentas algo?
  • ¿De qué quieres que hablemos?
  • No sé, de ti, de tu trabajo, ¡de nosotros!
  • ¿Y de qué quieres que hablemos si ya está todo dicho?

Automáticamente, en su cerebro, Júlia traslado esas mismas palabras a otro escenario y las transformo:

  • ¿Y qué quieres que hagamos si ya está todo hecho?

Todo dicho y todo hecho, pensó. Un calor le abrasó el pecho. ¿Un sofoco? ¿Un fogonazo? La gota de agua. Ese calor que te quema por dentro y te lleva a tomar decisiones irrevocables. Ese fue el detonante del punto y final de su relación.

No, no fue fácil, ningún final lo es. Recuerda también el comentario de sus dos hijos. Los hijos siempre con esa ingenuidad egocéntrica de mirarse insistentemente el propio ombligo.

  • ¡Mami, pero si ya sois muy mayores! ¿Ahora os vais a separar?
  • Y qué pasa con nosotros?

Alucinante, ¡qué egoístas llegan a ser los hijos!

Júlia sonríe de nuevo recordándolo. Ningún rencor.

Ahora todo estaba en su sitio. Hacía tiempo que había dejado de controlar a nadie. (A veces ni siquiera a ella misma). Le costó tiempo y alguna que otra ida al psicólogo. Y no, no estaba loca. Nunca se había sentido tan cuerda.

Tras su separación continuaba sola, sin pareja “estable” pero con nuevos amigos y amigas que la hacían sentir viva y sola o acompañada continuaba disfrutando de su sexualidad. Nada estaba acabado, todo era un nuevo comienzo. A veces un poco duro y espinoso pero siempre se vislumbraba una luz al final de túnel. A parte de lidiar bien con sus sofocos, también había aprendido a lidiar bien con sus emociones.

Sonrió segura de sí misma y miró el reloj de la estación, el único que no había cambiado. Recogió el ordenador, guardó su abanico en el bolso y se levantó decidida a coger su tren.

Uno más. La vida es un viaje fantástico, sin retorno, que te lleva a lugares impensables. La vida es un camino y las vías muertas no existen, pensó.