M.Jesus Sota de Victoria-Gasteiz ganadora del:
1º Premio Modalidad 1-Situación vivida por un@ mism@:
Paco con las Rebajas
Y allí estábamos los dos, Paco y yo, secuestrados en un pequeño despacho, en la cuarta planta de unos famosos almacenes, en plenas rebajas estivales. Paco no decía nada, tan sólo resoplaba y me lanzaba miradas de odio y venganza. Y yo, culpable y asustada a partes iguales, me limitaba a mirar hacia la puerta con la esperanza de que apareciera alguien, y nos explicara de una vez por qué el segurata me había invitado a acompañarle y me había requisado el DNI.
–Usted, si lo desea, se puede marchar – le había dicho a Paco, muy amablemente. Pero Paco, tan solidario con las causas perdidas, prefirió acompañarme en mi cautiverio.
El calor era cada vez más insoportable. Notaba como mi cara se iba enrojeciendo por momentos. Los dichosos sofocos que me jodían la vida desde la primavera me hacían ponerme aún más nerviosa. Le digo a Paco que abra la ventana, y me percato que no hay ventana.
–Mujer, saca el abanico—-me dice resignado. Y es entonces, cuando me entra una especie de ataque de pánico. Me he dejado el abanico en casa, encima de la cama.
El calor me recorre el cuerpo, desde la cabeza hasta el último dedo del pie. Yo no tengo un infierno dentro, que va, lo que yo tengo es al propio Lucifer haciendo fuego en mis entrañas. Noto que me pongo mala por momentos, y que veo doble a Paco.
–Me estoy mareando–digo por fin
–Mujer, ¡que saques el puto abanico! –me chilla. –Estás empapada–me dice, buscando en mi bolso el dichoso abanico.
Intento tranquilizarme y pongo en práctica algún consejo de mi profesor de yoga. Respiro despacio, cuento hasta diez, y cojo uno de los folletos de viajes al Caribe que hay encima de la mesa, y empiezo a darme aire por todo el cuerpo mientras observo que Paco se sujeta el paquete con la derecha. Pobre, no ha pasado ni una hora y ya se vuelve a mear. Ya sé que no lo hace por fastidiarme, pero es horrible salir con él a cualquier sitio.
–Voy al servicio–dice, como disculpándose –No me aguanto. Y echa a correr. Y es que Paco, si dice que se mea es que se mea y tiene que sujetársela. Yo suelo bromear con que necesita esas compresas para pérdidas de orina. Que hay que ver la publicidad como la tiene tomada con nosotras. Como si lo de las hemorroides, las pérdidas de orina y el dichoso estreñimiento fuera sólo cosa de mujeres. Si más de una habláramos algún publicista se iría al paro.
¿Aquí sigues? –Me pregunta con cara de satisfacción. Ahora soy yo la que se mea y también echo a correr. Porque, debo reconocer que, aunque mi vejiga está amaestrada, hay veces cuando me rio a carcajadas que alguna gota que otras cae.
–Llevamos más de una hora aquí—me dice, sujetándose de nuevo la entrepierna y otra vez va al servicio. Me da lástima porque si no fuera por la dichosa próstata, mi Paco aún está como para hacerle un favor. Y es que yo, desde que la roja se fue de mi vida tengo ganas de hacerlo a todas horas. Dice Merche, que es porque ya no tenemos miedo a quedarnos preñadas. A mí la menopausia, no me ha matado el deseo, que va, si hasta tengo fantasías con el cartero cuando me lo encuentro en el portal.
Definitivamente tengo el termostato averiado. Ahora estoy helada y me tengo que poner la chaqueta. Por fin se abre la puerta del despacho. El segurata acompañado de la dependienta de lencería aparece en escena.
–Buenas tardes de nuevo–dice mirándome fijamente.
–Hola–dice Paco, mirando el escote de la joven dependienta.
–Verá, doña Rosario–dice, devolviéndome mi DNI.
–Charo, llámela, Charo—le corrige Paco como si fuéramos amigos.
El segurata sonríe, y se dirige nuevamente a mí con voz solemne. Y es cuando me percato que la dependienta de lencería está molesta conmigo.
–Verá, doña Charo—me dice—Esta señorita es la encargada de la sección de lencería y corsetería de la primera planta. –añade, señalando a la joven que no me quita ojo.
–La señorita, está muy contrariada por su comportamiento de esta tarde con ella, doña Charo—me espeta. Y noto como el sofoco de los sofocos se apodera de mí.
— Le ruego no lo tenga en cuenta, es la menopausia—dice Paco–como si una servidora estuviera enferma.
—Ah, vale, pobre mujer—dice por fin la dependienta con cara de compasión—Ahora entiendo su reacción esta tarde. A mi madre le pasa lo mismo, se pone como una loca a veces y hay que dejarla hasta que se le pasa. Sólo la aguanta el gato.
El segurata, por fin me pide que hable. Y yo sin pelos en la lengua, intento que la niñata sabelotodo se muera de vergüenza y me pida disculpas por su desprecio. Empiezo a contar el incidente de la tarde, y que mi único deseo era comprarme un conjunto de lencería rojo pasión para las Bodas de Plata. Y que quizás haya perdido un poco los nervios, pero la culpa ha sido de la dependienta.
–¿Qué talla de braguitas lleva? –me ha preguntado con voz de soprano. Y ahí, justo ahí, es cuando Rosario Maestre y toda su artillería de mujer ha decidido actuar.
–¿Usted, es lela o gilipollas? –le he dicho con la ira a flor de piel. Yo no uso braguitas, uso bragas de la talla cuarenta y seis. Y la dependienta se echa a reír mientras algunas mujeres aplaudían a la chica como si fuera una heroína.
–¿Bragas? –me repite, ahora en voz baja. Eso quizás lo encuentre en la sección de saldos, en la sexta planta. Y lo que ha pasado después ya lo sabe usted– le digo al de seguridad.
–Yo estaba en la cafetería—dice Paco. Ya se imagina que a mí la lencería como que no.
Está bien, doña Charo, puede marcharse. Espero que se trate esa menopausia tan díscola. Y que no vuelva a protagonizar tal revuelo por unas braguitas–dice el segurata con chulería.
–Bragas, quiere decir, ¿no? –le corrijo, y me voy tan digna agarrada del brazo de mi Paco.
Y allí estábamos los dos, Paco y yo, en nuestra habitación, sudorosos y exhaustos. El abanico encima de la mesilla y mis bragas colgando de la lampara.