Ramona Perea de Manises ( Valencia) ganadora del

  2º Premio Modalidad 1-Situación vivida por un@ mism@:

           Profecías

Todo empezó hace 10 años. Como si de una profecía se tratara, mi abuela me decía, cuando llegues a los 40, te pasará lo que a mí, que tuve que ponerme gafas para coser. Dado que no era mi intención darle a la aguja, ignoré su comentario pero mi madre añadió: pues yo a esa edad, para poder leer, tuve que empezar a usarlas y a ti, te pasará igual. Ya lo verás, tiempo al tiempo.

No quería reconocerlo, pero conforme me acercaba a la cuarentena, empecé a sentir la presbicia como una espada de Damocles que pendía sobre mis preciosos ojos verdes con vista de águila.

Y, efectivamente, llegado el momento, con la precisión de un reloj suizo, ésta cayó sobre mí. En la pantalla del ordenador las líneas se entrelazaban como un par de enamoradas y en los libros, la nitidez de las palabras impresas, se desvanecía como si de fantasmas se tratara.

El punto de inflexión fue, cuando en el supermercado, una anciana me dijo que se le habían olvidado las gafas y si, por favor, podía decirle que precio marcaba el champú porque no lo veía bien. Cogí el producto. Primero me lo acerqué a los ojos. Después lo alejé toda la distancia que me daba la extensión de mi brazo y, para mi escarnio, resultó que ¡¡¡yo tampoco lo veía!!!

Tenía dos opciones: asumir y explicarle que a mí me pasaba lo mismo, o inventarme el precio que intuía podía costar.

Como aún no estaba preparada para salir del armario y hacer pública mi más que recién declarada presbicia, opté, que Dios me perdone, por lo segundo.

Desde ese momento soy adicta a las gafas e incapaz de salir sin ellas. Tengo 3: una en el trabajo, otra en casa y las terceras en el bolso. Mi nivel de dependencia hacia las mismas, ha superado, incluso, a la del móvil, que ya es decir.

Unos pocos meses antes de cumplir los 50, como mi dichoso reloj biológico está perfectamente engrasado y todo llega a su hora, aparecieron los primeros signos de la menopausia. A la menstruación le dio por jugar al escondite, apareciendo y desapareciendo como el Guadiana.

Ahora celebro mis dos cumpleaños. Cincuenta y uno de edad cronológica y uno de ausencia de regla, con la consecuente bajada de estrógenos y la subida de una especie de posesión demoniaca sobre mi persona.

Porque, la verdad, no me reconozco. Y por los comentarios que mi marido hace sobre mí, parece que él tampoco.

Si no lo has pasado, no puedes entenderlo. Los sofocos, por explicarlo de alguna manera, son como el pavo que te entra cuando eres adolescente y ves al chico que te gusta, pero multiplicado por 100. Lo peor de todo, es que eso te ocurra, por ejemplo, mientras observas los dos tercios de la raja del culo de un operario municipal que está desatascando una alcantarilla.

Para evitar hacer el ridículo en situaciones semejantes, que el sudor no resbalara por mi rostro y, a ser posible, tampoco por mi cuerpo, me agencié mi primer abanico. Ese bendito invento, inspirado en el Dios Eolo.

Lo compré rojo, para que combinara con el bolso y los zapatos. Al ver el conjunto, me dije, mira chica, pues no queda tan mal. Me da un aire de mujer española. Bueno, en realidad, se lo daría igual a una inglesa o alemana, pero ellas no tienen nuestro arte abanicándonos.

Y ahí aconteció mi perdición. Empecé a coleccionarlos para que me combinaran con el resto de zapatos, el bikini, el chándal e incluso con la bata y zapatillas de lunares que uso para estar por casa y con la que bajo a tirar la basura. Una no sabe, cuándo se va a transformar en la imagen femenina del increíble Hulk, pero en versión carmesí.

Lo peor, es cuando a tu pareja, con su bendita inocencia y voluntad de ayudar, se le ocurre comentar: es que claro, como últimamente estás tan nerviosa y te alteras por cualquier tontería, te dan esos calores. Y acto seguido te dice: relájate cariño y quédate tranquilita, que así no vas bien. ¿Cómo explicarle que son reacciones químicas y biológicas del cuerpo que escapan a mi control?

Si en ese momento estoy cerca de algún elemento afilado, susceptible de ser clavado, llámese cuchillo, tijeras, cúter o similar, el cuerpo me pide guerra y empiezo a sentir un inexplicable magnetismo hacia ellos…..

Menos mal, que alguna parte de mi ser consciente, no se ha visto todavía afectada, y me queda algo de lucidez. ¿Cómo voy a matarlo si en el fondo tan solo me está diciendo que me relaje?

Ya veo los titulares del periódico: “Mujer en plena crisis menopaúsica, degüella a su marido por pedirle que se quedara tranquilita”.

Vale. Lo capto. Sería una cabronada. ¡Menuda fama iba a endosarles a mis congéneres femeninas!.

La culpa la tiene también la falta de sueño. Si es que me despierto con la sofoquina cada tres horas, ¡como si tuviera que dar de mamar!, solo que con mala leche y sin bebé.

Después de cambiar treinta veces de postura en la cama, que pareces un salmonete en la sartén, te levantas y vas al comedor, pero antes sacas de la mesilla el abanico que te regalaron tus cuñados en sus bodas de plata.

Como lo habían personalizado, ahí me tienes, sentada en el sofá, teniendo que ver de reojo sus caras sonrientes enseñando dientes, acercándose y alejándose, como si del limpiaparabrisas del coche se tratara. Se mueven en un vaivén acompasado de distintas velocidades, dependiendo de la mayor o menor cantidad de chorros de sudor que resbalen por mi cuerpo.

Tengo que agenciarme uno de esos, pero con la carita sonriente de George Clooney. Seguro que con él me relajo, o quizás no. Igual me sube la libido. Otra de las cosas alteradas del que, hasta ahora, había sido su normal funcionamiento.

Mi santo marido, con motivo de nuestro aniversario y, viendo que después de casi un año, no se me pasaban los síntomas, sino que incluso parecían incrementarse, me sorprendió con un viaje a Laponia Noruega para dormir en un hotel de hielo, a un temperatura constante de cuatro grados bajo cero.

Me pareció un destino ideal para ir a celebrarlo. Así, dadas mis circunstancias, reavivaríamos la llama del deseo en un entorno más que propicio. Decidí no llevarme abanico, porque, en principio, en semejante lugar, no me haría falta. Craso error.

Cuando llegamos, todos lucían preciosas bufandas y yo, casi a pecho descubierto. Nos llevaron al Ice bar y probamos el licor de bienvenida. Como hacía horas que no habíamos tomado nada, ambos nos achispamos y cierto cosquilleo desembarcó en nuestras partes nobles.

Aprovechando el momento, decidimos irnos a la habitación. Los 40 grados de alcohol que tenía el brebaje injerido, sumados a los 35 de mi cuerpo por el sofoco, y los 25 del centro de mi feminidad, hicieron que me fuera quitando la ropa por el pasillo, de forma que cuando llegamos ya estaba prácticamente desnuda.

Comenzados a hacer el amor y para nuestra sorpresa, la cama se empezó a derretir. En el cálculo mental de grados centígrados que había efectuado, se me olvidó añadir los otros 50 de la entrepierna de mi marido que, sin duda, tenía después de varios meses de sequía del disfrute sexual marital.

Qué vergüenza! Al día siguiente cuando se enteraron, nos echaron del hotel, por haberles destrozado el mobiliario. De nuevo un color bermellón apareció en mi rostro, pero esta vez de pura vergüenza. Y yo sin mi abanico….

Hemos decidido que nuestro próximo viaje, sea un safari por África. Allí por lo menos, los sofocos y ardores sexuales pasaran desapercibidos. Como mucho, lo que puede que puede ocurrir es que formemos un charco, de lo cual, imagino, estarán muy agradecidos, no como los estirados noruegos esos….

Veremos que me deparan los sesenta. Espero, a esas alturas de mi vida, no necesitar gafas porque me habré operado la vista cansada, haber sobrevivido a los sofocos y al viaje africano.

Hoy mi madre me ha explicado que, tanto ella como mi abuela, comenzaron con los síntomas de la osteoporosis a esa edad, a lo que mi abuela, con 90 años, ha apostillado: querida, vete haciendo a la idea de que necesitarás un bastón.

¡No puede ser! Otra profecía, empieza a pender sobre mí. Menos mal que ya tengo experiencia y, sin duda, sabré cómo afrontarlo: ¿Los venderán también de lunares?