Es difícil no volver a los mismos temas de siempre. Uno no puede salirse de uno mismo, aunque lo pretenda. El talento consiste en saberlo y sin embargo sorprender a cada momento. A mí principalmente me preocupan las mismas cuestiones que cuando era muy joven, pero ahora con otra perspectiva y con más incertidumbres. ¿No debería ser al revés?

Me miro al espejo y ya no me reconozco. Sin embargo, en mi interior sigo siendo el mismo. Pero, con cierto miedo a perder aquello que necesito para seguir adelante. Hace dos años desapareció una de las personas más importantes de mi vida y me da pánico volver a pasar por lo mismo. No hay día que no piense en ella. Ahora comprendo muy bien el significado de la frase “La ausencia es el peor de los males”.  Con la desaparición de Chiqui se me escapo la infancia por la ventana y la certeza de que con su marcha ya no hay forma de recuperarla. En definitiva, creo que la infancia es la única patria que existe.

La semana pasada mi compañera Raquel perdió parte de la suya. Se fue a los 93 años Lala, la guardiana silenciosa de sus primeros años. Leyendo la carta que escribió para su funeral, no puedo dejar de pensar que los afectos son nuestro mayor patrimonio.

   Querida Lala.

Tu vida no fue fácil y por eso disfrazabas con algo de mal genio tu paciencia, de dureza tu infinito amor y de trabajo tu increíble lealtad. Llamarte abuela sería quedarnos cortos para Bárbara, Raquel y Elías. Fuiste mucho más. Los recuerdos no paran en momentos como este: las noches que pasamos contigo son imborrables. En tu casa dormíamos en la cama que compartiste pocos años con Manolo y a la que no quisiste volver tras su muerte. Fuiste tan generosa con nosotros que nos cedías ese lugar sagrado, aunque nunca te contamos que la situación nos desvelaba, que no pegábamos ojo, que veíamos fantasmas saliendo de debajo de la cama y que no podíamos ni ir al baño del miedo. Cosas de niños.

 Teníamos la edad de Chloé, la edad en la que todas las niñas queríamos ser maestras y peluqueras, y nos dejabas ensayar contigo. Los viernes por la tarde, los días que nuestros padres salían y te quedabas a nuestro cargo, te peinábamos hasta que te quedabas dormida, con las manitas juntas a un lado sujetando la cabeza.

 Te vas y contigo se va nuestro último vínculo con una generación noble, la generación que vivió la dureza de la Guerra. Nos contaste que en tu Moya natal tenías que caminar kilómetros si querías ir a la escuela, que empezaste a limpiar casas con 9 añitos, que te ponían ladrillos para que pudieras alcanzar el fregadero. Tu vida de pequeñita no fue fácil. Nada comparado con la nuestra.. Lo único que te hacía falta era la familia y los amigos, conversación y amor, no quedarte nunca sola. Sabemos que no siempre hemos estado a la altura. Pero tu altura moral, Lala, está demasiado arriba. Algo de esa nobleza nos has legado. No te quepa duda.

Ahora preferimos imaginarte dormida, con las manos juntitas haciendo de almohada y tu cabeza de lado. Y por imaginar, esperamos que cuando despiertes encuentres a tu lado a Manolo, a quien la vida te quitó demasiado pronto.

Lo poco o  mucho que  los hombres de mi generación (niños de los años sesenta), hemos aprendido sobre las emociones y las tareas de cuidado se lo debemos a mujeres como Chiqui o Lala.

Por el contrario, si hago un recuento de la cantidad de “padres ausentes”, o lo que es peor de “progenitores autoritarios”, totalmente desprovistos de cualidades afectivas y de capacidades para el cuidado -de mi quinta- el resultado es estremecedor. El legado patriarcal afianzado con el franquismo decapitó por completo el sistema educativo regalándoselo a la Iglesia. Crecimos en un país de “hombres mutilados emocionalmente” y “sin capacidad para el cuidado”. Confesar y asumir esta realidad se consideraba como una ulterior disminución de la virilidad.

Por descontado, fue una generación de hombres que no lloraban en público, ni tampoco mostraban ninguna sensibilidad porque se consideraba “debilidad”. Su deber era aparecer siempre como triunfadores y dar de sí mismos una imagen dura, agresiva y brillante.

No podían ir a la compra ni ocuparse de sus hijos e hijas porque eso era “cosa de mujeres”. Sus ratos de ocio lo transitaban entre iglesias, tabernas, plazas de toros, campos de fútbol y casas de putas, siendo cómplices de la mercantilización del cuerpo y del placer. Los menos, leyendo libros y en tertulias. ¿Cómo ser feliz en un país que idolatraba a Raphael y El Cordobés, mientras que en Europa se reverenciaba a los Beatles? La última versión de Soldadito español, Soldadito valiente es de 1976. Sólo hay que echar un vistazo a la letra para comprender de lo que estoy hablando.

Los hombres que han renunciado a mostrar su parte más emocional han acabado perjudicando a todo el conjunto. Millones de ellos han pasado sus vidas  intentando representar un papel de héroes que sólo es posible en la ficción. El modelo de “hombre-macho-éxito” estereotipado que ha sido socializado y perpetuado por el sistema, ¿de qué ha servido? ¿A quién ha beneficiado? ¿Qué logros se han conseguido con estos machos-alfa marcando y pretendiendo controlar su territorio por todo el planeta?

¿Por qué aun algunas mujeres tienen especial interés en compartir la vida con semejantes sujetos?Y es que el patriarcado ha sido interiorizado tanto en hombres como mujeres, dotandoles a ellos de poder y a ellas de no poder, naturalizando cada cual un rol determinado en la sociedad, contribuyendo en mayor o menor medida a perpetuarlo.

Cuando tenía trece años empecé a sentirme incómodo entre mis compañeros de clase. En el momento en que la competitividad fue más importante que el juego, sentí que ya no pertenecía al grupo. De golpe tenías que ser el mejor jugando a fútbol, o el mejor estudiante, o el que más chicas conseguía. Todo era una carrera de fondo con el fin de convertirte en líder para ser aceptado. No existían opciones. Sólo se podía ser dos cosas: el cabecilla o su séquito.

Conocí el rechazo desde temprana edad. Enseguida supe que nunca pertenecería a ningún colectivo y que aquello me acarrearía en el futuro muchos problemas. Todavía faltaban algunos años para que leyera por primera vez la frase de Nietzche: “Yo no sirvo ni para servir, ni para conducir”.  Su significado me lo enseñaron a fuego mis compañeros de escuela. No me sentía a gusto compitiendo por ver quién lanzaba el semen más lejos, ni tampoco cotilleando con las chicas de la clase o conspirando contra alguien por los pasillos. En aquella escuela y durante los últimos años, me sentí completamente vencido y aislado. ¿Cómo debe crecer y ser criado un niño?, ¿Cómo y de quién aprende o desaprende a ser y a convertirse en lo que más tarde se convierte?

Resulta curioso cómo a pesar de los años transcurridos, a menudo pienso, que algo de culpa tendría yo, para que no me quisieran. Supongo que es lo que ocurre con las mujeres maltratadas. Nunca me atreví a explicar a mi familia, con detenimiento y exactitud, por lo que estaba pasando. Ir a la escuela cada mañana y sentir el desprecio y las burlas por no querer formar parte del equipo de fútbol y del grupo de machos-alfa conformó mi necesidad de independencia para siempre. Necesito a la gente, pero nunca más  he vuelto a confiar en las masas.

Lo que viví en la escuela no deja de ser un ejemplo más de lo que me he encontrado como adulto. Vivimos en un mundo donde lo más importante sigue siendo la imagen de seguridad, control y fuerza que proyectamos. ¿Cómo podemos relajarnos si siempre hemos de ser los mejores? ¿Por qué no nos impone nadie que seamos los primeros en sentir? ¿Es que acaso nos lo impide nuestra propia naturaleza? Tuve que llegar el instituto para empezar a ser feliz y a tener amigos. Ahí viví una experiencia “entre iguales”. Algunos de ellos son piezas fundamentales de mi existencia.

En el instituto jugué a fútbol infinidad de veces. A menudo, con mis compañeros y otras todos juntos, chicos y chicas. Aquello era pura diversión y entretenimiento. No existía competitividad ni chorradas de fuerza y liderazgo. El juego debe ser una diversión y también debe servir para enseñarnos a perder y a ganar. Como en la vida.

Para convertirnos en “nosotros mismos” no tenemos que viajar de un lado a otro, sino hacia nuestro propio ser. Todo se encuentra ya en nuestro interior. Personas como Chiqui o la recientemente fallecida Lala nos mostraron parte del camino.

Y en cualquier caso, ¿sentir y cuidar no es masculino? ¿Quién lo ha dictaminado? ¿Quién ha decidido por nosotros? Ser mayor significa separarse definitivamente de la madriguera para construirse una propia en consonancia con la Humanidad. Sólo seremos capaces de encontrarla saliéndonos de los esquemas y los condicionamientos del patriarcado. Haciéndonos cargo de nosotros como personas, admitiendo que tenemos, como todo el mundo, un ritmo personal; reconociendo honestamente que nuestra respuesta es, sobre todo, fruto de nuestras emociones. Deberíamos cuestionar los privilegios otorgados por la complicidad patriarcal. No deberíamos aceptar un rol masculino determinado, de acuerdo con falsos estereotipos. Estaría bien empezar a descubrirnos y deconstruir nuestra masculinidad.

No quiero ser el primero. No lo seré nunca. Sin embargo quiero seguir aprendiendo y tratar de ser más humano, más comprensivo, más inteligente, más constante. Y sobre todo, más sincero conmigo mismo. No quiero ser odiado, ni temido. Realmente, ¿compensa saberse detestado por los demás? No quiero a nadie bajo mi sometimiento. Las puertas deben permanecer siempre abiertas para quienes tengan ganas de regresar.

Tenemos que enseñar a las nuevas generaciones de millones de hombres a percibir que las relaciones, la comprensión, el amor, el cuidado, no lograrán alcanzar su  plenitud sin la capacidad de sentir y de cuidar. Es difícil pensar que alguien, tiernamente amado, acariciado y cuidado durante su niñez, no sabrá acercarse a los demás con especial ternura. La rudeza del hombre suele ser el fruto de la carencia de sentimientos, cuidado, educación y mimos que ha sufrido durante su crecimiento y que el patriarcado se ha encargado de imprimir a todo nivel. Y de esa cantidad de pruebas que se impone y le imponen y a las que no se ve capaz de renunciar: si hago el amor, tengo que ser el mejor; si no lo hago soy poco viril; si gano mucho dinero mi mujer y mis hijos tendrán todo lo que necesitan (¿quién lo decide?), sino seremos unos degraciados sin futuro. 

¿Cómo hallar la solución para esta situación tan esquizofrénica?

Según un  informe presentado por la Unión Europea la semana pasada, más de nueve millones de mujeres europeas han sido víctimas de una violación, un 33% han sufrido violencia física o sexual y sólo una de cada tres denuncia las agresiones. Estoy convencido de que esta compleja situación de deshumanización y de vulneración de los derechos humanos empieza  a gestarse en casa y en las aulas. ¿Qué modelo de sociedad estamos construyendo? ¿Cómo es posible que los hombres sigamos siendo principalmente un símbolo de poder desmedido? ¿Qué tipo de educación han recibido los agresores? ¿Pertenecen a una clase social concreta o no es una cuestión de clases?

Según este estudio, una de cada cinco españolas de más de 15 años (22%) ha sufrido violencia física o sexual. Por consiguiente, ya no se trata de que que el machismo endémico sea un producto del franquismo. El problema es mucho más hondo. 

¿Cuándo dejaremos de sentirnos mal por no cumplir las expectativas? ¿Quién crea dichas expectativas?  ¿Cuándo podremos liberarnos de todos aquellos esquemas y privilegios que llevamos interiorizados desde hace siglos? ¿Cómo es posible que a pesar de todos los avances tecnológicos todavía estemos en la época de las cavernas? ¿A quién le interesa perpetuar el sistema patriarcal que excluye a las mujeres y a todos aquellos que no comulgan con sus ideas? Para vivir y existir sin violencias y opresiones, debemos deconstruir este rol machista bajo el que se nos ha socializado. Hemos de alimentar nuestra capacidad para sentir y cuidar, de lo contrario nos haremos daño a nosotros mismos y  por ende a las demás personas.

Fuente: Josep Giralt (El País blogs cultura)