Era un día cualquiera, pongamos un sábado. Y que llovía. Y que no quería salir de la cama. Y que había pasado otra noche en vela. Y que ya no soportaba más el colchón. Cabreada por la idea de perder otra noche, cediéndosela al día, le empujó el impulso vital de salir a la calle, repitiéndose como una mantra “en el sofá de casa no pasan cosas”.
Y se vistió con lo que pudo y no con lo que quiso. Menopáusicamente se había hinchado de nuevo. El misterio volumétrico del aire, pensó. El caso es que nada le cabía. Y qué más da, se dijo, si tengo una melena que supera a cualquier estampado y unas pestañas que chocan con mis párpados. Ellas por largas y ellos por caídos. ¡Pero qué más da! A por la melena, que es lo mío.
Salió a callejear, buscando una sorpresa, mientras ordenaba el torbellino emocional que el insomnio le había regalado como resaca. Sin cabrearse más, andando a un ritmo cuya respiración le permitiera meditar. Inconscientemente, ordenando sus ideas, dando paz a sus neuronas. Un psicólogo le había explicado que durante el sueño, las neuronas ordenan en cajitas todo lo que ha sucedido durante el día. Que se ubican en las partes de nuestro cerebro donde conviene que estén, mientras que otras, se dedican a bajar la basura. Así, regenerándonos.
Y paso a paso, se fue ordenando. Y dejó de llover.
Sorprendida por sentirse como nueva, quiso parar a comer. El cuerpo le pedía pescado, moluscos y un buen trato. De momento solo había hablado con sus neuronas y eso le bastaba. Sabía que podría llegar incluso a incomodarle un servicio más allá de lo cordial y conocía un lugar especial, con el que se identificaba y pensó que ir a darse un homenaje podría ser una brillante idea. Le gustaba ese local. Era sobrio, con pocas mesas y una barra. Tenía su justa medida, lo habían reformado sin florituras y optado por materiales bonitos.
Las mesas eran de mármol y no usaban mantel. Los cubiertos eran macizos, quizás de plata y los camareros vestían filipinas con botones dorados, tejanos tal cual y zapatillas de moda. Sus camisas y el mármol bastaban. Eran su melena. Sonreían al tomar nota, tenían 8 ojos para saber si todo estaba bien y eran sordos. Como todos los grandes camareros. El nombre del local era sencillo, el de un pescado pequeño de gran sabor. Su manera de cocinar producto de proximidad, de alta calidad conservaba todos sus sabores, nutrientes y texturas. Era lo que necesitaba: cosas bonitas, elegancia, sencillez, servicio, parar, saborear, nutrirse, alimentarse y celebrarse.
Pidió una copa de vino tinto, sin sulfitos, por favor. También unas aceitunas rellenas de anchoa natural, un ceviche, ensalada de tomate con cebolla tierna y un atún en láminas. Comió lentamente y pensó en lo bien que se sentía. En que estaba viviendo un momento sorprendentemente placentero.
Ella no lo supo hasta ese momento, pero esos camareros sobrios y sordos, sonreían más los sábados a mediodía. Porque contrataban a un trío rumbero, sacrificando algunos puestos en una de las esquinas de la barra y montando una alegría de la nada. El lugar se volvió aun más desenfadado, desmelenándose sin perder la clase.
Ya había pagado la cuenta, pero el ritmo y las letras poseyeron tanto sus caderas que sintió como estas se abrían, relajándose hasta llegar a la mandíbula, haciéndole sonreír mucho por dentro. Alguien la sacó a bailar en ese espacio apretado y con el respeto sensual que los buenos bailarines latinos conocen, este le marcó los pasos con un sencillo pulso en la mano. Le intimidó el sentir la profesionalidad de su compañero de baile y se reconoció sincopada y aun así, gozó de esa imperfección sonriendo sin complejos.
Pensó en como era de libre desde que sus hormonas femeninas cesaron, en lo novedoso y a la vez sorprendente que le suponía entrar en un local sola. Nunca se había atrevido a hacerlo y ahora le parecía de lo más estimulante. Se sentía plena. Preparada para cualquier cosa, porque ahora convivía con la sana conciencia de la libertad hormonal. A pesar del insomnio. A pesar de sus nuevos volúmenes. Con melena. Con rumba. Y con la certeza de que las cosas, no pasan en el sofá.
Feliz 2019. ¡Saboréalo!
Carla Romagosa .
Máster en Nutrición y Salud. Universitat Oberta de Catalunya.
Trabajo final sobre Fitoterapia y terapias complementarias para el tratamiento de los síntomas de la menopausia.
Licenciada en Administración y Dirección de Empresas. Universidad de Barcelona
Autora de Mi amiga Meno y yo.
Ilustración: Alejandra Rubies
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