Rosa Moreno de Alcala de Guadaira (Sevilla) ganadora del

2º premio Modalidad 2-Situación vivida por otra persona: 

Un día para ella sola

Son las siete de la mañana de un caluroso martes de junio en Sevilla. El despertador del móvil emite un sonido que imita el trinar de los pajaritos. Maribel se despereza:

—¡Qué calor ha hecho esta noche! —suspira.

Las sábanas están esparcidas por el suelo, del ventilador que cuelga del techo salen bocanadas de aire tibio. A pesar de tener el día libre, ha decidido madrugar; quiere aprovechar para hacerse una serie de tratamientos faciales y corporales con vistas a ponerse a punto para el verano. Las amigas le dicen que se cuida mucho, qué de dónde saca el tiempo para hacer todas las cosas que dice que hace. A decir verdad, Maribel está muy bien para su edad. Las últimas tres palabras deberían estar prohibidas: ¿por qué a partir de determinados años hay que justificar la salud o la belleza como si fueran atributos exclusivos de la juventud?.

Maribel trabaja como auxiliar de clínica en la consulta de una ginecóloga. La doctora suele explicar a sus pacientes que es posible estar guapa y saludable a una edad madura, pero —eso sí—: hay que trabajárselo. A Maribel le gusta esa sinceridad, no vale atiborrar a las mujeres de pastillas que prometan milagros, es preferible animarlas a que lleven un buen estilo de vida y a que acepten los cambios de la edad con la mayor naturalidad posible. Hay vida más allá del cese de la reserva ovárica, y son muchas las medidas disponibles para evitar y/o retrasar el flotador en la cintura, los sudores excesivos o la anquilosis de las articulaciones.

Ella lleva un año sin ver la regla, según las guías clínicas, puede considerase que ya está en menopausia. Desde la fatídica fecha, ha adoptado una serie de rutinas básicas que no perdona ningún día.

El primer escenario de sus rutinas, es el cuarto de baño.

Comienza con la limpieza facial. Son tres minutos de cepillo eléctrico con leche limpiadora. Mientras se pone la crema nutritiva, aprovecha para hacer gimnasia facial con un aparatito que sitúa entre las comisuras de los labios: abriendo y cerrando la boca, mejora el trofismo y la circulación de los músculos faciales.

—Es que tú te crees todo lo que lees por ahí—le dicen las amigas.

A través de una especie de ventosa que aplica en su antebrazo se chuta cada día su dosis de estrógenos transdérmicos. Termina con el serum íntimo, bastan unas gotitas para asegurarse una sensación de bienestar durante todo el día.

El otro escenario es la cocina:

En una de las estanterías guarda todos los complementos alimentarios que utiliza. Su cocina se parece a una parafarmacia: diferentes botes con pastillas de soja y ácido hialurónico, sobres con colágeno, otra caja con antioxidantes, otra con probióticos…Primero se toma un vaso de agua mineral a la que añade el zumo de medio limón y el sobrecito de colágeno. Se lo traga con las pastillas, una azul y dos rojas. Cierra los ojos, se acerca el vaso, se pone las pastillas en la lengua, echa la cabeza para atrás y para adentro.

El marido de Maribel dice que últimamente está empoderada. Nunca la ha visto con tanta energía y determinación. Ella se ríe y protesta porque detesta esa palabra, pero en el fondo le gusta que se lo diga.

Como hoy no tiene que ir a trabajar, piensa: «Todo el día para mí. Me lo voy a dedicar a mi cuerpo».

Se ducha sin prisas y se pone una mascarilla de coco en el pelo que enrolla con un gorro de aluminio. Para el rostro utiliza una mascarilla coreana con sendos agujeros para los ojos, la nariz y la boca. Mientras los tratamientos hacen su efecto, se prepara un delicioso desayuno a base de café, zumo de arándanos y naranja acompañado de tostadas integrales con queso fresco y aguacate. Se lo toma mientras lee las noticias en el Ipad. A media mañana, decide hacer una tabla de estiramientos que le pasó una amiga que da clases de yoga: pone música zen, enciende unas varillas de aromaterapia con olor a vainilla y extiende la colchoneta en medio del salón. Después de estirar toda la musculatura, continúa con la gimnasia del suelo pélvico. Hace una semana que compró por Amazon unas esferas de silicona que ayudan a hacer correctamente los ejercicios de Kegel. Ha leído, que el entrenamiento regular de los músculos que forman el suelo de la pelvis, puede aumentar la intensidad de los orgasmos. La verdad sea dicha: para ella, los arrebatos sexuales forman ya parte de su pasado. Le cuesta reconocerlo, pero es así.

—¿Te acuerdas cuándo volvíamos de cenar y en el ascensor comenzábamos a besarnos, y de ahí me tirabas a la cama arrancándome literalmente la ropa?—pregunta a veces a su marido cuando está un poco piripi.

Él contesta que nada ha cambiado por su parte, que la sigue deseando igual que el primer día. «El muy jodido siempre está dispuesto», piensa para sus adentros. En los hombres, el deseo sexual permanece casi intacto hasta el final de sus vidas. Si les falla la erección, pueden apañarse con fármacos como la Viagra. Sin embargo, en el caso de la mujer, la libido disminuye a medida que decrece la fertilidad. Parece que la Naturaleza ofrece a las mujeres el instinto sexual con la intención de perpetuar la especie y luego, cuando ya no pueden cumplir ese cometido, se lo arrebata con sutil crueldad. No existe ninguna droga milagrosa que consiga recuperar el deseo perdido. Hubo un tiempo que se probó con parches de testosterona, pero se terminaron abandonando por los efectos secundarios. De manera que todo dependerá de la decisión de cada mujer, de lo que ponga de su parte para usar la imaginación o la fantasía. Como escucha decir a la ginecóloga en la consulta: «Cada una es responsable de sus orgasmos».

Para animarse se dice: «A ver si las esferas de silicona hacen milagros». No pierde nada por probar, además, su suelo pélvico se lo va a agradecer. Inspecciona las esferas esperanzada, son dos bolas de color rosa empolvado. Una es de mayor tamaño que la otra.

Se introduce en la vagina la bola pequeña , la empuja hacia el fondo sin miedo, como comprueba que la aguanta bien, decide usar también la grande.

Con las bolas dentro de la vagina, el gorro de papel de aluminio y la mascarilla coreana siente una súbita oleada de felicidad. Cambia la música zen por una versión flamenquita del «My Way» y se marca varios pasos a ritmo de rumba ¡Qué sencillo resulta estar feliz!.

Un timbrazo la saca de su estado de ensoñación. «Llaman al timbre » y tal como lo piensa articula el pomo de la puerta…«¡Aggg y yo con esta pinta!», pero ya es tarde. Ante sí aparece un apuesto joven que la mira con disimulado regodeo.

—Traigo un paquete de Amazon para Maribel.

—Perdone, pensaba que era mi marido …en fin, —balbucea— espero no haberle asustado.

—No se preocupe. Llevo tiempo en esto y uno ya ha visto de todo— confiesa el joven bajando la mirada—, acercándole su bolígrafo, añade:

—Por favor, firme aquí.

Ella coge el bolígrafo y se le escapa una risita nerviosa… Inevitablemente relaja el suelo pélvico: la pelota grande se desliza entre sus piernas y va a caer a los pies de repartidor. Éste se queda atónito observando como una pelota rosa empolvado se desliza juguetona entre sus zapatos. Maribel, que a esas alturas se dice aquello de «de perdidos al río», estalla en una sonora carcajada que provoca que al otro le entre un ataque de risa. Ninguno de los dos puede parar de reír. El cuerpo de Maribel se contrae con pequeños espasmos, se le despega la mascarilla coreana, se le aflojan las piernas y…

—¡Dios, la pequeña! —exclama a la vez que en un acto reflejo junta las rodillas. Pero la fuerza de la gravedad se impone y la bola pequeña se estampa en el suelo, rebota varias veces y llega a los pies del repartidor parándose justo al lado de la bola grande. El chico, que de tanto reírse se le han saltado las lágrimas, pregunta:

—¿Hay más?…

A la vez, con una encantadora inclinación recoge las bolas y,— sin poner cara de asco,— se las devuelve a su dueña.

—Creí que lo había visto todo, pero me quedaba la parte más divertida. Que tenga un buen día—añade giñándole un ojo a modo de despedida.

Maribel se queda con la boca abierta y las dos bolas pringadas de serum íntimo en sus manos. Se lamenta: «La pena es que nadie va a creer que esto me ha pasado de verdad».

A la mañana siguiente, lo cuenta en la consulta. La ginecóloga, una mujer que no se sorprende por nada, zanja la cuestión:

—En adelante, o te pones bragas, o ejercitas más el suelo pelvico.