Unidas en danza sincrónica, tierra y luna orbitan el sol conjuntamente desde hace millones de años y aunque su baile armónico hable de consenso, la génesis del vinculo entre ambas surgió de la destrucción y el caos. Ello es así ya que, según la teoría más extendida entre la comunidad científica actual, el origen de la luna tuvo lugar hace 4.600 millones de años, durante el período de formación del sistema solar, época en la que la tierra estuvo sometida a un bombardeo sistemático. Fue en ese momento, cuando un objeto de gran tamaño arremetió contra el planeta fragmentando su corteza. La tierra, así malherida, esparció sus desechos por el espacio los cuales, posteriormente, se fusionaron en órbita formando el satélite lunar.

Milenios más tarde, el hombre, observador curioso e infatigable, admiró al sol y la luna en la inmensidad de la bóveda celeste y concluyó que, mientras que el sol siempre era igual a sí mismo, la luna, contrariamente, crecía y decrecía. Ante dicho cambio, el hombre lo asimiló al devenir de la propia vida humana donde las distintas fases lunares representaban el nacimiento, el crecimiento y la muerte. Asimismo, el ciclo lunar, de la misma manera que explicaba un relato de decrepitud conducente a la muerte, también daba cuenta de un renacer después de tres días de oscuridad. Por tanto, la luna ofrecía al hombre, con su desaparición periódica y posterior aparición en cuarto creciente, una esperanza de regeneración y renacer, convirtiéndose, por ello, en símbolo de eterno retorno.

Metáfora de la vida de todo organismo vivo, su periodicidad también convirtió a la luna, desde épocas muy remotas (se calcula que desde el Neolítico), en reguladora de los ritmos vitales y, por tanto, en rectora de las aguas, la lluvia, la vegetación y la fertilidad de toda criatura viva. Ama y señora del devenir, el tiempo terrenal, configurado a través de las cuatro estaciones, se reflejó en las distintas fases lunares. Asimismo, la luna también pasó a representar las etapas de la vida de la mujer: “la luna creciente era la joven, la doncella; la luna llena, la mujer encinta, la madre; la luna nueva, la mujer madura, sabia, cuya luz estaba oculta en su interior”. (Baring, Anne; Cashford Jules; El mito de la diosa, Madrid: Ed. Siruela, 2005, p. 37)

Fuente: Mònica Flores Mateo 

Autora del blog El teixit de Penèlope: http://teixitdepenelope.blogspot.com.es/